Las cárceles son lugares marginales ubicados en las
zonas periféricas de la imaginación social. La cárcel es en sí misma una
realidad espeluznante, terrible e indeseable. Nadie desea estar, si quiera por
un minuto, tras los barrotes oxidados del olvido, el frío y la zozobra del
injusto sistema carcelario. La cárcel prolifera en imágenes a través de la
televisión y el cine como el lugar cerrado donde impera el mal, como la barrera
que mantiene contenida a los sujetos peligrosos del mundo “libre” y “seguro”, y
como aquel lugar donde se encuentran aislados los “problemas de la sociedad”.
Mucho se habla de las representaciones dominantes
sobre el sistema carcelario, pero poco conocemos del funcionamiento interno de
esta maquinaria devoradora de cuerpos en el contexto actual de hegemonía
neoliberal y de injusticia social. Producir conocimiento crítico sobre las
realidades que experimentan los cuerpos cautivos de las prisiones del país, es
el paso clave para empezar a imaginar un mundo liberado del yugo de la cárcel y
de las opresiones estructurales que la sustentan.
Es preciso engendrar microprácticas de solidaridad
y resistencia en contra de la prisión. Soñar, desde una perspectiva feminista,
antiautoritaria y descolonial, con la abolición del sistema carcelario, no es
una idea descabellada o sin fundamento. La cárcel y su inherente fuerza
reproductora de violencias y desigualdades de género, raza, clase y sexualidad,
requiere de una ruptura epistémica que nos permita cuestionar la ideología de
“reformar” las cárceles para hacerlas más humanas. No necesitamos más o mejores
cárceles para brindarles “condiciones dignas” a las personas privadas de la
libertad. Necesitamos un movimiento radical abolicionista que cuestione la no
ingenua existencia del sistema carcelario y su papel represivo en contra de las
personas excluidas por el capitalismo, sometidas por el sistema etario,
violentadas por el sistema sexo-género, el racismo y la matriz de
heterosexualidad obligatoria.
Las mujeres lesbianas, trans y heterosexuales
enfrentan procesos de minorización, silenciamiento y ostracismo en el sistema
de prisiones. En las cárceles la violencia sexual contra las mujeres se desliza
impune. Las requisas genitales intrusivas, las violaciones, las injurias
sexuales a familiares y visitantes son recurrentes. Los estigmas y estereotipos
que se construyen sobre las mujeres racializadas en las prisiones las convierte
en objetivos sistemáticos de abusos sexuales y racismo. La cárcel constituye
actualmente uno de los pilares estatales de invasión a la autonomía corporal de
las mujeres, así que abolir el sistema carcelario representa para las teorías y
prácticas feministas latinoamericanas, decoloniales y transnacionales, una de
las tareas éticas y políticas más apremiantes para hacerle frente a los
procesos de neocolonización y dominación masculina global en el siglo XXI.
La descolonización del yugo punitivo del Estado y
de sus aparatos carcelarios y policivos debe enfrentarnos a lo que la feminista
Negra norteamericana Audre Lorde llamó la
interdependencia de diferencias múltiples no dominantes. En las cárceles no
hay hombres y mujeres confinados como si se tratara de categorías de personas
homogéneas. Las diferencias que atraviesan la categoría “mujeres” (así como la
de “hombres”) nos debe obligar a desprendernos de nuestros puntos ciegos y a
cuestionar nuestros privilegios para comprender cómo los regímenes de
raza/racismo/racialización, edad, clase y sexualidad se intersectan generando
situaciones diferenciales de opresión y resistencia en las cárceles. La
diferencia es esa conexión en carne viva y poderosa de la que se fragua nuestro
poder personal.
Para muchas feministas traspasar las barreras de la
matriz de heterosexualidad aún resulta doloroso, cuando no vergonzante o ajeno.
Muchas veces con el ánimo de victimizar a las mujeres y no reconocer sus
luchas, suprimen o rechazan la posibilidad de encontrar en las prácticas
lesbianas y en las existencias trans, posibilidades de resistencia en el
encierro carcelario. Una práctica abolicionista del sistema carcelario está
ligada al cuestionamiento radical de la heterosexualidad obligatoria como
régimen de control político y no simplemente como una “orientación sexual”.
En las cárceles la violencia heterosexista contra
las mujeres lesbianas y trans las somete al silencio, al control y a procesos
de reinscripción forzada en el binarismo de género o a la asunción de la
heterosexualidad. Abolir las cárceles es un proceso que no puede desligarse de
la fantasía política de abolir las jerarquías, las identidades sexuales
obligatorias y las prescripciones del género. Proliferar resistencias
mariconas, travestis y lesbianas en contra de la cárcel nos ha de llevar a la
exploración de placeres creativos y contestatarios, como una insignia radical
de desobediencia en contra de la cárcel simbólica y material del régimen
heterosexual.
Abolir las prisiones ha de ser una lucha por la
descolonización de nuestros cuerpos, de nuestros placeres, saberes y visiones
del mundo. Así como fue abolida la esclavitud en el siglo XIX es necesario
aniquilar la esclavitud carcelaria del sistema de prisiones capitalista del
siglo XXI. En nuestras manos, en nuestros cuerpos y en la capacidad de generar
puentes a través de las diferencias no otrificadoras y creativas, reside el
poder para engendrar un mundo sin muros
ni rejas y empezar a construir un presente libertario, colectivo, solidario y
desestabilizador.
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