A sus 15 años de edad Kike incursionó en el mundo de la prostitución masculina, salió de casa buscando un mejor horizonte, lejos de los maltratos familiares. Fue en el 2004 que empezó a tener sexo con hombres por dinero, el mismo año en que abandonó la escuela cuando cursaba 5° de primaria. Escuchó de sus compañeros de colegio que en el Terraza Pasteur, en el centro de Bogotá, los “niños” eran bien cotizados por los “viejos morbosos”, allá “trabajando con el cuerpo”, podría hacerle el quite a la pobreza, al hambre y la soledad, ganando algún dinero, “dando culo al hombre por plata”. Se paraba en las columnas de este célebre centro comercial capitalino, a la espera de un cliente advenedizo que se dejara seducir por sus encantos infantiles. Su rostro de niño representaba un tesoro para los clientes de la zona, un tesoro incierto, tímido, la última carta de supervivencia. Esperar en las esquinas a que caiga algún cliente no es tarea fácil, a veces solo quedaba aguantar hambre o dormir en una que otra banca. Era la lucha cotidiana, la desesperación consuetudinaria por hacer los 10.000$ de la pieza del hotel, del pucho de marihuana o el cachito de bazuco; difíciles jornadas de trabajo, donde su “culito tierno de niño”, era la única forma de agarrarse a la vida en las necróticas y turbulentas calles de la ciudad.
Todo tipo de clientes llegaban al Terraza, hombres viejos, algunos con plata, otros vaciados, algunos jóvenes y simpáticos, otros “viciosos” y aprovechados. Todos buscando un “polvo”, buscando “saciar la pasión y la arrechera”. Los abusivos, dice Kike, pagaban mal o simplemente se acostaban con él y no pagaban, a todo le hacía, lo importante era tener plata para comer. Lo peor que puede sucederle a un puto es que se enamore de su cliente… Durante un tiempo Kike recibió la ayuda de la fundación “Renacer”, institución encargada de proteger a los niños víctimas de la explotación sexual, allá le enseñaban a tener “sexo seguro y protegerse” y le advertían a lxs niñxs que esa vida “no es buena”, pero las soluciones materiales nunca llegaban.
La calle no era más que violencia, la policía y los transeúntes odiosos molestaban, agredían e insultaban a los putos del Terraza, Kike los cataloga como “homofóbicos”, no dejaban trabajar, no permitían pararse en las esquinas, injusticias diarias “porque uno no tiene más donde pararse es lo único que le puede dar a uno el pan de cada día”. Encaletado en su chaqueta Kike guardaba un cuchillo para defenderse, los clientes, en ocasiones lo golpeaban, no pagaban por las horas de placer. Robarlos o “cargárselos” aseguraba la pasta para la reproducción de la vida. No todo era oscuro, algunos clientes eran “regios, muy buena gente, me proponían que me fuera a vivir con ellos”, eran cariñosos, complacientes y daban buenas propinas, pero siempre eran “viejos morbosos”. No recuerda bien como fue el primer día en esta actividad, sólo sabe que se sintió mal por “dar cuerpo a otro sin conocerlo por la plata”. Todos los días trabajaba, los riesgos de ser cogido por la policía eran constantes. Dice que este trabajo se caracteriza por ser “solitario”, hecho que se expresa en cuanto nadie de sus amigos “locas” lo han ido a visitar a la cárcel desde que está allí. Trabajar en la calle es pararse “junto a personas envidiosas y llenas de conflictos”, sus compañeras de la calle eran “niñas, travestis y puticas del centro.”, algunos también han estado en la cárcel.
Kike cree que “putear” no es un trabajo, es la “vida fácil, plata maldita”, esa plata se le iba en droga y rumba, a veces lograba sacar diariamente 100.000$ acostándose con 5 clientes, pero eso “no es vida pa’ ninguno” . Un día mientras esperaba en el Terraza con la pinta puesta para trabajar y ansioso por levantar algún cliente, Kike fue objeto de una agresión homofóbica, unos hombres que pasaban por ahí le gritaban “loca hijueputa lo vamos a matar”, le propinaron una terrible golpiza, le apuñalaron, le rompieron la boca y le quitaron algunos dientes, quedó destrozado y ensangrentado, cuando llegó la policía lo culparon a él por andar puteando y tener antecedentes como ladrón, total impunidad con sus agresores. Kike con tristeza exclama que “jamás volví a reír tranquilo”. Gritó con fuerza en busca de ayuda, salir de “esa vida” era un anhelo esquivo que nunca se escuchó por los oídos de otros, la experiencia subalterna por antonomasia.
Le pregunté a Kike sobre el color de su piel, acerca de las marcas de mestizo que posee y los sentidos que le adjudica a esta identidad etno-racial. De inmediato la asoció con su paso por la prostitución, la piel se convirtió en una forma de recordar y crear memoria. Kike dice tener una piel “muy llamativa”, no la cambiaría por nada, dice que la piel evoca en su cuerpo una “historia de vida dura, fea y buena a la vez”. Recién llegado al universo de la prostitución tuvo una temporada de importante éxito, en una ocasión obtuvo de un solo polvo 300.000$ Con este dinero se proveyó de alimento, techo y vestido, estaba satisfecho y no quería acostarse, por ese día, con otros clientes. Un hombre joven, lindísimo, montado en un carro último modelo pasó por el Terraza, era un carro color blanco, se estacionó sobre la calle 23 y le preguntó a Kike si quería irse a follar con él. Kike le dijo que se iba con una condición, a saber, que le diera más dinero o el mismo que tenía en ese momento en sus bolsillos, si no, no. El hombre del carro no tenía los 300.000$ que Kike pedía y se fue ofuscado. En aquel instante un compañero de la zona, una loca, le gritó a Kike: “Loca hijueputa es que tiene mucha”, con rabia se dio la vuelta y le replicó a la loca, que si quería que se “regalara” él. Kike lo abofeteó, le rompió la cara y le dejó un ojo negro.
Pasaron dos años de “camas de hotel barato, polvos jartos y cuchos verdes”, ese día en que Kike fue atacado por los “homofóbicos” nadie estuvo ahí para auxiliarlo, esa loca insospechada a la que había golpeado años atrás, en un acto de solidaridad impensado le extendió la mano, le dio 15.000$ para que fuera al hospital y se hiciera curar. Desesperado y con sangre en su rostro llegó hasta Medicina Legal y no lo atendieron, con el dinero, la cara rota y el espíritu molido, Kike se sentó en una olla del centro a fumarse la plata, “me senté en la olla, me puse a fumar bazuco, me puse a fumar y a llorar”. Ese día Kike pensó “hasta aquí llegó mi vida, ya me acabaron lo mejor que tenía ya no me importaba nada más”. Fumó por tres días y lloró por tres días, al despertar del soporífero efecto de la droga llamó a su amiguito la loquita, su nombre era Jhon.
Jhon acogió a Kike, lo llevó a su casa, le dio de comer, lo vistió y curó sus heridas, tanto las del “corazón y las del cuerpo”. Jhon confió en Kike, “me daba hasta 2.000.000 de pesos para que se los consignara al banco y yo le rogaba a dios para que el diablo cochino no me tentara”. Jhon era un joven simpático, alto, de ojos brillantes y “bien montado”, un “putico 100% bonito”. Todo el mundo decía que él y Kike tenían el mismo color de piel, un capital erótico ceñido a la existencia corporal misma. Todo marchó bien, compartieron compañeros, amantes, clientes, sueños, noches de rumba y cocaína. Gracias a la similitud de color de piel, Kike encontró beneficios incalculables con clientes que lo confundían con Jhon y pagaban bien por sus servicios, ese color de piel, dice Kike, “me convirtió en esa loquita de piel canela, como morenita, que se las hacía todas”. La piel habla y en este caso las marcas del mestizaje se convierten en mecanismo para la subsistencia. Kike pareció encontrar un santuario de paz en medio de la violenta y precaria vida de la calle. Una noche Jhon no volvió a casa, pasaron las horas y no apareció, lo hallaron muerto, tenía dos tiros, uno le atravesó la mano, el otro el corazón. Dicen que lo mataron unos “manes que hacían limpieza social”
Llorando junto al cuerpo fallecido de Jhon, Kike le ofreció disculpas por haberlo golpeado una vez y le agradeció amorosamente por haberle dado ayuda, fue el único que se la dio. “Se lo agradezco con el corazón, nunca lo olvido y la verdad nunca lo olvidaré”, su recuerdo lo lleva en la piel, un recuerdo que duele y señala la ausencia de esperanza. Cuando Kike salga de la cárcel piensa en ir a Barranquilla de donde era oriundo Jhon y donde fue enterrado, “quiero ir a saludarlo, sentarme a llorar un rato con él, llorar en su tumba, pagarle una misa y entregarme a él cuando salga, mi único amigo”.
La última vez que hablé con Kike le llevé una ropa que le conseguí. No era la mejor ropa pero estaba en buen estado, hablamos y me dijo que necesitaba más ayuda, estaba quedándose en casa de un familiar pero tenía que salir pronto de allí. Se sale de la cárcel pero ella nunca sale de tu cuerpo. El sujeto es cargado con el estigma de la criminalización, con la marca de lo abyecto. Sólo en un par de días Kike regresa al Terraza buscando y vendiendo placeres trashumantes, seguramente con dolor y nostalgia por regresar a esa vida azarosa y aciaga que la cárcel no logró “corregir”. Un día lo llamo a casa de su prima y me entero que Kike yace de nuevo, en tan sólo 15 días de supuesta libertad, encerrado en un calabozo de la UPJ.
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